Vida interior

¿A quién acudiremos?

Publicado el 29 de abril de 2020

Le respondió Simón Pedro: — Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna;  nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.

Corren, sin duda, tiempos turbulentos para el catolicismo. Una pandemia global ha hecho temblar los cimientos de las naciones, y la misma Iglesia se ha visto conmovida en sí misma. Llevamos varias semanas leyendo noticias de obispos que cierran las iglesias. Sacerdotes que no han salido a dar los sacramentos a los enfermos, y que se los niegan a los fieles. Seglares haciendo apología de la responsabilidad y llamando a cumplir el quinto mandamiento. Hoy mismo, cuando escribía estas palabras, tuve una diatriba sobre ello con varios internautas.  Y muchas cosas me vienen a la cabeza; o, más bien, desde hace semanas me vienen ciertos pensamientos a la mente sobre el estado actual de las cosas.

Sine dominico non possumus, decían los mártires. Allá, por las épocas de las persecuciones romanas. Donde haber puesto un granito de incienso a los falsos dioses les hubiera librado de la tortura que conllevaba la creencia en Jesucristo. Nosotros no somos mejores que ellos, si acaso peores, pues hemos cedido a miles de respetos humanos. Y con todo, nos quedamos tranquilos en nuestras conciencias pretendiendo que todo irá mejor si no vamos a misa para no poner en peligro a los demás. Como dije, me surgen varias cuestiones al respecto.

Una de ellas, la más evidente, es que, habiendo permitido la propia ley del estado de alarma la asistencia a cultos de carácter religioso, ¿por qué tan pronta ha sido la rendición? ¿Por qué tan pronto se han cerrado iglesias y clausurado las misas públicas y sacramentos? No cuento aquí a los buenos sacerdotes que siguen administrando los sacramentos, desplazándose o en sus templos, que los sigue habiendo. Pero, así como los hay, también están los que abogan por la más estricta clausura en nuestras casas estos días. Yo me cuestiono qué clase de imagen estamos dando al mundo ateo que tenemos en nuestros días. El mundo nos pide testimonio. “¿Por qué han de decir las naciones: «Dónde está su Dios»? Nuestro Dios está en los cielos. Cuanto le agrada, lo hace”. ¿Con qué cara iremos a decir a un ateo que se convierta al Dios de vivos? ¿Va a creer acaso que nuestro Dios es más fuerte que la enfermedad que nos invade? Entiéndase: no estoy abogando por una asistencia irresponsable a los lugares de culto y los sacramentos, sino todo lo contrario. Quien esté enfermo verdaderamente, quédese en su casa hasta que se recupere. Multiplíquense el número de misas, amplíese el horario para las confesiones, tómense las medidas de precaución adecuadas, pero no se nos quite el acceso a la fuente de la gracia.

¿Y por qué es importante asistir al templo y a la santa misa presencialmente? ¿Acaso no contamos con la comunión espiritual, o es que Dios niega su gracia al que se la pide? Ciertamente, contamos con muchos otros recursos aparte de los sacramentos para cuando estos no nos están disponibles de una forma verdaderamente notoria. Pero, humildemente lo creo, no es nuestro caso. Pues podemos tomar las medidas de seguridad necesarias para seguir yendo a adorar a Cristo presente en el sagrario, recibir el sacramento de la penitencia o la comunión. Todo es cuestión de proponérselo, y no ceder a la opción fácil. La gracia, como dice el catecismo, es  el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3).  ¿No buscaremos la gracia ahora que es más necesaria que nunca? Con la gracia se nos borran los pecados, y  Dios también puede conceder otras gracias, como la salud de los cuerpos. La gracia es aquella agua que brota del costado de Cristo y sacia nuestras almas. Como ansía la cierva las corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío.  Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios? 

Nuestra alma no hallará descanso si no es en Dios. Y es verdadero que a Dios lo podemos encontrar dentro de nosotros, en lo profundo de nuestros corazones, pues somos templos y sagrarios de la Stma. Trinidad. Pero Dios se encarnó, e instituyó unos sacramentos, signos eficaces de la gracia, que se concretan en una materia y una forma. El hombre es cuerpo y alma, y necesita de esos signos para vivir, para que se acomoden a su ser e inteligencia. De nuevo, el catecismo:  En la vida humana, signos y símbolos ocupan un lugar importante. El hombre, siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales. Como ser social, el hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con DiosNo podemos prescindir de los sacramentos, si podemos razonablemente acudir a ellos, aun teniendo la oración en nuestras casas.

Bien es cierto que Dios no pide imposibles, y por eso los obispos han dispensado de cumplir el precepto dominical, dadas las circunstancias. Pero hay una gran diferencia entre aquellos que, aun haciendo esto, siguen manteniendo el culto público y la administración de sacramentos, y los que casi han cerrado a cal y canto sus diócesis. ¡Qué diferencia entre España y otros países, como Polonia, donde no sólo no se han suprimido las misas, sino aumentado su número!

Dios nos conceda la prudencia necesaria para estos tiempos. Pero también nos conceda la valentía suficiente para no dejar de frecuentar los sacramentos y pedirlos, allá donde se han clausurado las iglesias. La ley del actual estado de alarma no ha prohibido los cultos religiosos, por mucho que se hayan empeñado ciertas autoridades en hacer parecer tal cosa, siempre y cuando se mantengan las medidas de seguridad necesarias. Por tanto, esforcémonos en trabajar en esto por el reino de Dios, y lo demás se nos dará por añadidura.

Santiáguez
Pro Deo et Patria

La trascendencia a golpe de click

Publicado el 11 de abril de 2020

Desgraciadamente, es la primera vez en nuestras vidas que afrontamos la Semana Santa sin misas públicas. Dentro de lo malo, puede ser una oportunidad mayúscula para, primero, valorar la eucaristía como nunca lo habíamos hecho y segundo, aprender a rezar en casa, en familia, como católicos adultos.

Acostumbrarnos a orar en casa es quizá el precioso regalo que puede traernos esta espantosa enfermedad. Introducirnos en la meditación, en la contemplación, saborear las Sagradas Escrituras. Dios saca siempre grandes bienes de grandes males. Esta puede ser la ocasión de, si no lo hacíamos, descubrir la importante oración del rosario, ahondar en los Padres de la Iglesia, sumergirnos en las vidas de los santos y, por qué no, celebrar una liturgia de la palabra con los nuestros.

Y es que estamos acostumbrados a delegar las cosas más importantes de la vida, desde la educación de nuestros hijos hasta el cuidado de nuestra Fe. Los sacerdotes son esenciales en la administración de los sacramentos, pero nuestra vida de fe no puede depender exclusivamente de ellos. Esta situación nos está recordando que una verdadera vida espiritual no puede vivirse de forma pasiva.

Lo cierto es que nos hemos habituado a ese pasotismo. Necesitamos todo masticado y en bandeja. Necesitamos consumir el producto. De ahí el afloramiento de todas las misas, adoraciones y demás ocurrencias telemáticas que, con toda buena intención por parte de los emisores y los receptores, se han multiplicado durante estas semanas de confinamiento. ¿Es que no sabemos rezar? ¿Es que el consumismo digital tiene que llegar también a los sacramentos? ¿Es tal nuestro infantilismo espiritual que hemos de depender de los sacerdotes hasta cuando, por desgracia, no les es posible estar con nosotros?

Nuestra religión es encarnada, Cristo ha entronizado lo humano con su abajamiento. Empobreciéndose él, nos ha enriquecido y ha consagrado lo carnal, lo palpable, lo real. Esta situación excepcional ha provocado que no podamos ir a misa, adorar al Santísimo, disfrutar de su presencia en la Santa Hostia. ¿Eso quiere decir que hemos de recurrir a la televisión como quién ve un espectáculo? ¿El consuelo espiritual por medio de un botón del mando a distancia? ¿La trascendencia sacramental en tu salón a golpe de fibra óptica? ¿La redención de la humanidad a través de 42 pulgadas?

Evidentemente, no digo que sea malo en sí mismo ver una misa por la televisión. En un momento de completa sequedad espiritual a lo mejor ayuda, quién sabe. Pero sería una pena, que en una situación como la actual, en un momento con tintes apocalípticos, casi de persecución, de guerra, encerrados en casa, no sepamos apagar esos dispositivos omnipresentes en nuestra vida normal y rezar austeramente, sin intermediarios a base de píxeles.

Apagar los ruidos y las pantallas y rezar según el modo que nos decía nuestro Señor. En nuestra habitación, en lo escondido. Nuestro Padre, que ve en lo escondido, nos recompensará. Y con creces.

Franz Joseph von Hohenstaufen
Viribus unitis